Los procesos migratorios atentan principalmente en contra de elementos identitarios de las personas indígenas que deben dejar su comunidad y trasladarse a un entorno urbano. El conocimiento de la lengua es una de las anclas compartida entre quienes se ven obligados a dejar su comunidad
Raúl F. Pérez Lira/Ilustración: Brunof
Ciudad Juárez, Chih.— Judith González recibió una llamada de su prima en marzo de 2023. Una sobrina de Judith estaba resguardada en el albergue “Nohemí Álvarez Quillay”, en Ciudad Juárez, Chihuahua, y su familia le pedía que fuera por ella. Había intentado cruzar la frontera, pero fue detenida por las autoridades de los Estados Unidos y deportada a México. Como era menor de edad, no podía salir del albergue por su propia cuenta.
De inmediato Judith llamó a la directora de la asociación civil donde trabaja en la ciudad de Chihuahua. Le explicó que tendría que ausentarse al día siguiente por una emergencia familiar y dejó todo listo para partir por la mañana. Llegó a Ciudad Juárez al medio día y se dirigió al albergue. Para su sorpresa, ahí ya se encontraban dos hombres de San Miguel Panixtlahuaca, la comunidad chatina de donde Judith es originaria, quienes también acudieron a ayudarla a ella y a otra menor de edad originaria de la misma comunidad.
—¿Ustedes vienen de allá de la comunidad nada más para hacer esto? —les preguntó Judith.
—No, tenemos aquí como dos años. Trabajamos aquí en los ranchos de Anapra. Vivimos en un hotel y de ahí nos vamos a trabajar directo para allá —, le contestaron.
A Judith le enviaron fotografías de las actas de nacimiento necesarias para validar el vínculo familiar con su sobrina y sus paisanos fueron a imprimirlas (a color, como les solicitaron) pero no las hicieron válidas por un error en el acta de su madre. Tampoco pudo ver a su sobrina ni hablar con ella, por protocolos de seguridad del albergue.
Le dijeron a Judith que así era imposible que se llevara a su sobrina, pero que podía iniciar un trámite en el DIF de Oaxaca para solicitar que la llevaran hasta allá, donde pudiera recogerla otro familiar, así que optaron por iniciar el trámite. La menor de edad, quien habla chatino y un poco de español, estuvo un mes resguardada en el albergue antes de poder salir y regresar con su familia por esa vía.
“En mi comunidad se da mucho la migración hacia Estados Unidos porque no hay tantas fuentes de empleo y entonces la gente se ve obligada a desplazarse a la ciudad o a EU”, explica Judith, quien tiene 28 años y vive desde hace 15 en la ciudad de Chihuahua. “La gente se va desde muy chica, desde los 14 años, sobre todo los hombres, pero más recientemente la migración ha aumentado en niñas y adolescentes”.
Judith migró hacia el otro lado del país cuando tenía 13 años. Como esa repentina llamada que recibió desde Oaxaca para ayudar a su sobrina, un día su hermana también le habló desde Chihuahua con una propuesta que le cambiaría la vida.
—Oye, está la prima allá para que te vengas con ella. Sale mañana a las 5 de la mañana. Ya trae el dinero para tu pasaje—, le dijo su hermana.
Su madre la animó. Tenían dificultades económicas y en San Miguel Panixtlahuaca ya no podrían ayudarla a terminar la telesecundaria. Como ella quería seguir estudiando, aceptó irse.
“Me acuerdo que estábamos en un funeral y ya terminando los rituales de ahí ya nos fuimos a agarrar la suburban”, recordó Judith. “Llegué aquí el 6 de agosto de 2008. Todavía me acuerdo, porque marcó un antes y un después para mí”.
El cambio no fue fácil. De pronto el español desplazó al chatino en su vida diaria y eso la volvió callada al principio, pero logró adaptarse y terminó la secundaria y la preparatoria. Después estudió una licenciatura en Ciencias de la Información en la Universidad Autónoma de Chihuahua —aunque en un principio quiso estudiar Derecho—, y al mismo tiempo comenzó a trabajar como reportera en un periódico digital.
Entre las aulas de la universidad y el reporteo en las calles de Chihuahua, Judith apenas podía descansar. Le parecía difícil tener que hablar en español con tanta gente que ella no conocía, sobre temas que no dominaba, dentro de su timidez. Cubría una gran variedad de fuentes: activistas de la comunidad LGBT+, el Congreso local, el Poder Ejecutivo estatal, la Secretaría de Energía, el Tribunal Superior de Justicia y personas indígenas defensoras de su territorio en la Sierra Tarahumara.
En los más de cuatro años que trabajó como reportera escribió sobre las victorias de la comunidad rarámuri de Choréachi en el tribunal agrario. Sobre el asesinato del rarámuri defensor del bosque de Coloradas de la Virgen, Julián Carrillo. Sobre la premiación a Prudencio Ramos como “Guardián de la Palabra”, por su trabajo de fortalecimiento de la lengua rarámuri, entre otros temas que la acercaron a las comunidades indígenas de la Sierra Tarahumara.
Aunque pertenecen a culturas muy distintas, Judith siente que hay una conexión entre los pueblos indígenas, la cual se hacía evidente cuando entrevistaba a personas rarámuri.
“De verdad que la conexión se hacía muy rápido. Yo hablaba de mi comunidad, de las costumbres y de la cosmovisión, y de ahí nos soltábamos hablando sin necesidad de algo más cuadrado. Sólo hablábamos y sentía esta aceptación, como si fuera mi casa”, narra.
En una ocasión, Judith tuvo la oportunidad de ir hasta Rochéachi, una comunidad a más de 400 kilómetros de la capital, a entrevistar a Erasmo Palm, poeta y músico tradicional rarámuri
“Me dijo ‘es que somos todos iguales, nomás que fuimos regados en distintos lugares’, y fue algo que se me quedó muy grabado. Fue bien impresionante, bien interesante todo lo que estábamos compartiendo, porque era una plática de ida y de venida”.
Judith dejó el periódico donde trabajaba pero buscó seguir cerca de las comunidades indígenas de Chihuahua. A los seis meses —y después de trabajar brevemente en una financiera—, consiguió un empleo en Alianza Sierra Madre, una asociación civil que acompaña y asesora a comunidades indígenas en su lucha por defender su territorio, como Choréachi y Coloradas de la Virgen.
“Yo estaba buscando desesperadamente algo que me llevara a mi comunidad, a lo que se vive en la comunidad y Alianza Sierra Madre trabaja con comunidades indígenas aquí, en acompañamiento a las personas defensoras. Todo eso me interesaba también porque me surgió del periódico y también por de dónde vengo”.
Judith regresó a su comunidad por primera vez siete años después de su partida. “Todo lo que conocía ya no estaba”, dice. Sus amistades, su familia, la comunidad y ella misma habían cambiado. Algunas personas se habían ido a otras ciudades o a los Estados Unidos. Otras habían fallecido. Sus compañeras y compañeros de la escuela le reclamaron por haberse ido sin despedirse.
—¿Todavía hablas chatino?—,recuerda que le preguntaban sus familiares.
—Pues claro. Viví aquí 13 años—, respondía ella.
Desde entonces vuelve más seguido a San Miguel Panixtlahuaca. A veces le dan ganas de regresar, aunque sea temporalmente, para retribuir algo a su comunidad, y desde la distancia ayuda cada vez que puede, así como viajó a Ciudad Juárez para ayudar a su sobrina.
Habla con su madre en chatino, quien a veces le pasa recados de la comunidad. De pronto alguien tiene duda de cómo hacer un trámite o resolver un problema, y acuden a Judith u a otras personas con estudios y con otras experiencias que puedan ayudarles.
“Algunas personas nos sentimos obligadas a salir de donde somos, pero al final también es conocer otras cosas que nos llenan de saberes, conocer a otras personas, otros lugares, y también cuando regresamos esas cosas que conocemos se vuelven parte de la comunidad. Ese conocimiento que llevamos, ya sea de Chihuahua, de Guadalajara, o de donde decidimos migrar, incluso de allá del otro lado, de E.U., la gente regresa con otros conocimientos y la comunidad cambia con ese conocimiento. Esa nueva forma de ver la vida, pero también con nuestra forma de ver la vida, se hace un complemento de todo eso”.
“Lárguense para su tierra, aquí no son bienvenidos”
En una videollamada, “Cheli”, la hermana de Luz Elizabeth Severiano San Juan, nos muestra la casa de su familia en San Lucas Ojitlán, una comunidad ubicada en la región de la Cuenca del Papaloapan, al norte de Oaxaca. Al rededor de un patio amplio techado, con una cocina al aire libre y una mesa, se ven los platanares y árboles de mango.
Platican en chinanteco, una lengua tonal pariente del zapoteco, chatino y mixteco, entre otros idiomas. Otros familiares entran en el encuadre y saludan desde sus hamacas, colgadas bajo un techo afuera de la casa. Las hermanas se ríen y antes de colgar “Cheli” promete grabar y enviar un video en el que se vea la casa de la abuela.
En Ciudad Juárez la escena es totalmente distinta. Son las tres de la tarde, es verano, hace un calor de casi 40 grados y el viento parece estar estancado. Afuera la gente camina bajo el sol —porque en el desierto la vida sigue a pesar del calor—, pero quienes pueden se quedan adentro, frente a un ventilador o bajo el aire acondicionado.
“En tiempo de calor se extraña un coco bien helado”, dice Elizabeth en la sala de su casa. “Ahorita en temporada de mango, estar comiendo mango en las tardes”.
Elizabeth llegó a Ciudad Juárez el 4 de enero del año 2000, junto con varios primos y primas para trabajar, ganar algo de dinero y poder terminar la preparatoria. Consiguieron trabajo en diferentes maquilas y pronto cada quien rentó un cuarto en una vecindad donde vivían juntos. Ella tenía 18 años y ensamblaba tablillas electrónicas. Trabajaba todos los días por 68 pesos la jornada —en ese entonces, casi el doble del salario mínimo—, y se quedaba horas extra para que le rindiera el dinero. Por un tiempo también fue niñera por las mañanas. Entre los trabajos y la imposibilidad de revalidar los primeros dos años de la preparatoria que hizo en Oaxaca, terminó por abandonar sus estudios.
En una ocasión, Elizabeth fue a un súper mercado en grupo con sus primos y sus primas. Estaban hablando en chinanteco cuando una mujer de la tercera edad se les acercó.
“Lárguense para su tierra, aquí no son bienvenidos. Hablan bien feo”, les dijo.
Elizabeth lo resintió. “¿Hablo tan feo como para que la señora no quiera escuchar?”, pensó. La experiencia la marcó y cada vez usó menos el chinanteco en su vida diaria. Cuando conoció a su esposo, quien también es de la misma comunidad, y tuvieron a su primera hija, Sara, no quiso enseñarle el idioma.
“Si hablo por teléfono hablo en el idioma con mis papás, pero yo no le dije nada a Sara. Nada le enseñé a ellos, para que no pasara por eso”, cuenta.
Pero ahora Sara estudia derecho y trabaja en la representación de la Secretaría de Pueblos y Comunidades Indígenas del gobierno de Chiahuahua en Ciudad Juárez. Ahí está en constante contacto con la comunidad chinanteca de la ciudad, así como con comunidades indígenas de Chihuahua y otras que migraron desde Oaxaca, como su familia. La experiencia la ha hecho acercarse a sus raíces y a estar orgullosa de quien es, nos cuenta Elizabeth, y eso también la alegra a ella.
Es por ese orgullo que han mandado a hacer huipiles nuevos, porque a Sara le gustan. Usa los hupiles chinantecos, pero también los de la comunidad vecina a la de su familia, que son mazatecos, de telar y bordados. También tienen los que son mezclados, con estilos de ambos pueblos.
Ahora, Sara incluso intenta aprender la lengua de su madre para poder entender las conversaciones familiares cuando va a su pueblo de visita.
“Me dice ‘enséñame ahorita, porque llegando en diciembre ya no quiero estar batallando que yo no entiendo’. Pero se le olvida. Yo le digo que para aprender necesita hablarlo todos los días y a cada rato. Por ejemplo, ella ya aprendió cosas básicas, que estás haciendo, cómo estás, cómo has estado, cómo te va. Son cosas básicas nada más”.
Pero Sara estudia y trabajaba, como lo hicieron sus padres en algún momento, por lo que se le dificulta dedicarle tiempo al estudio de la lengua.
Pronto a Elizabeth le llegó un mensaje de su hermana, “Cheli”, con el video que le había pedido.
“Así vivimos en la colonia. Esa es la parte de enfrente […] Esa era la casa de mi difunta abuela. Ahí se quedó un tío mío. Allá son casas grandísimas. Los que viven ahí enfrente son los tíos. Todos sus hijos están en Monterrey. En diciembre llegamos todos ahí. Se ve gente en el pueblo en diciembre”, nos dice Elizabeth.
La cámara del teléfono cambió de dirección y mostró el patio de la casa donde vive su hermana, “Cheli”.
“La parte de atrás es puro monte. Criadero de pollos. Cuando yo voy me la mantengo ahí atrás, por la palma, es más fresca, en las hamacas. Acá nos falta espacio también, porque bien o mal tenemos terrenos muy chiquitos, porque yo tengo dos hamacas y créame que no hay dónde”.
Elizabeth sigue mostrándonos fotografías de su comunidad y de otras del Alto Papaloapan, distrito de Tuxtepec, en una página de Facebook dedicada a la región. Por la pantalla pasan huipiles bordados con flores y pájaros y otros hechos en telar de cintura. Tuxtepec es una región multicultural, nos explica cuando aparecen imágenes que enseñan vocabulario en mixteco, chinanteco o popoluca. La diversidad también se ve en la comida, en los caldos de piedra, las tlayudas y los rellenos de los tamales.
Luego pasa a mostrarnos fotografías de su hija Sara y su hijo Carlos entre los paisajes de Oaxaca, los ríos rebosantes de agua y los cerros verdes tupidos de árboles.
“Mucha gente, cuando le enseño esas fotos, me dice ‘¿qué haces aquí?’ y digo ‘es que tenemos muy bonita naturaleza, pero lo que es el dinero, es muy diferente’”.
Hace dos años que Elizabeth ya no trabaja en la maquila, después de más de 20. Ahora se dedica a la venta de comida y antojitos oaxaqueños. Su madre le manda hojas de plátano frescas todos los meses, así no las tiene que comprar congeladas, con las que hace tamales para vender. También le compra ingredientes a los comerciantes de Veracruz que traen productos de la región, vecina del Papaloapan.
El nuevo trabajo le da más tiempo para visitar su pueblo. Si antes se iba dos semanas de vacaciones, ahora se puede ir tres o más.
Al despedirnos, Elizabeth nos muestra un video de una ceremonia escolar en la que una niña recita, de memoria, una poesía en chinanteco y luego en español, escrita por la profesora Rosalía García Nicolás, en la que recuerda su abuela difunta y le agradece sus enseñanzas.
“Gracias abuelita por tus enseñanzas, que de igual manera las transmitiré a mis hijos y a mis nietos”, recitó la pequeña.
Esta investigación fue realizada gracias al apoyo del Consorcio para Apoyar el Periodismo Regional en América Latina (CAPIR) liderado por el Institute for War and Peace Reporting
(IWPR).
El proyecto colaborativo completo encuentra en los siguientes enlaces: